LONDRES, novela de Louis-Ferdinand Céline [capítulo primero]

I

1

Al principio, cuando llegamos a Londres, a Angèle apenas la veía. Si durante el primer mes se acercó dos o tres veces a decir hola y a que me la trajinase, ya son muchas. Estaba demasiado ocupada, decía, con su Purcell, instalándose, afirmaba, en una avenida que yo aún no conocía por Marble Arch, en un bonito barrio parecido a l’Étoile pero aquí, en un rincón de un parque al estilo de Monceau, el Hyde (Haide). Yo nunca iba por allí, de común acuerdo, para no molestarlos. Me quedaba en mi zona, vamos, no pedía nada a nadie, que me dejasen en paz. No iba a ser yo motivo de complicaciones. Por eso, me escogió un cuartito en Leicester Street bastante decente, he de decir. Leicester es directamente el barrio de los placeres inmediatos, una zona lateral al bulevar, para que os hagáis una idea, justo en la esquina del Empire Theater. En la época de la que hablo, el Empire Theater era un escenario para revistas vivarachas. También era el momento de la propaganda para el frente. Se animaba a los ingleses de todas las maneras posibles para que se unieran a la danza, ¡y no veas lo difíciles de convencer que son los ingleses! Se les presentaba la cosa con música como un tremendo viaje patriótico y una luna de miel, con un torrente de fanfarrias, un pasmo de muslámenes cadenciosos, en un paraíso de flores eléctricas bien abiertas. A ver qué más querían. En el 22º regimiento de coraceros, las cosas eran más simples, pero para los gentlemen echaban el resto. Eran hombres refinados. Se los trabajaba a fuerza de sugestión, de whisky, de cigarrillos, de orgullo, de blondas, de cansancio. Yo no decía nada, observaba, era mi papel, pero, aun así, aquello me parecía un juego de niños. Cuando ya no tuve uniforme para pasear, su reclutador, con su pequeña escarapela y su bastoncito de mando, se acercaba a menudo para tantear mis sentimientos. Me daba un chute de amor propio, me tomaba por un novato. Tenía labia. Yo me pavoneaba. Le dejaba hacer. Por soñar que no quede. Cuando lo escuchaba, me rejuvenecía, volvía recompuesto de todo un infierno. Lo seguía escuchando por placer. Entonces, ¿no se me notaba lo del oído? ¿No se oía fuera? Iba diciendo que la calle donde vivía estaba un poco apartada de Piccadilly Circus, esa plaza donde hay tantos vehículos y la publicidad atesta los escaparates. Era una callecilla bastante traicionera, la nuestra, para ser sincero, con tiendas donde no se vendía gran cosa como no fuesen coños más o menos, pero a salto de mata, claro, en el entresuelo, a la inglesa. La planta baja, como si fuese un salón, era el lugar de descanso de los chulos, siempre alerta. Angèle no conocía Inglaterra, pero enseguida me buscó contactos y me presentó a sus amistades. Mis heridas, al principio, me hacían simpático. Amigos de verdad, además. No pasa nada por decirlo, hasta cierto punto. Les sorprendía mi medalla militar, sin más, pero la puta condecoración me causaba problemas con sus esposas, y eso era peligroso. Me deshice del uniforme. No quería líos.

Tenía para mí una hermosa buhardilla pintada arriba del todo, justo encima de las habitaciones de Cantaloup, aquel macarra de baja estofa de Montpellier que se encargaba de mandar putas de viaje. Metía a las chavalas en Leicester Street como extra. Ya era un hombre con experiencia, Cantaloup, un poco como Cascade, pero mucho más educado y establecido. A veces tenía que apretujar a tres o cuatro chavalas en su cuchitril mientras esperaban meses a que su tren saliera rumbo a Río a través de La Coruña. Cantaloup se salvaba por su carisma y no por su fuerza; a menudo acoplaba a inglesas de verdad, que son bastante difíciles, incluso iba a recoger a algunas en los bares de la avenida Shaftesbury, jovencitas y lozanas, una incluso que aún no tenía ni dieciséis años. A las inglesas, cómo no, y a las golfas del sur, las comunes, las colocaba temporalmente cerca de Victoria Station para que se marinasen un poco. Cuando presentaba a las furcias entre ellas a menudo se armaba un pitote; no se esperaban ser tantas trabajando para Cantaloup. A veces incluso acababa en batalla campal. A su enorme Ursule, su fija, se puede decir que le gustaban aquellas peloteras. De entrada, les rompía sin pestañear uno o dos dientes a las nuevas para que se calmasen, y luego incluso una escoba en el culo para poner orden. Cantaloup no se ocupaba de su hogar, su especialidad era el encanto de puertas para fuera. Cuando se aplicaban correctivos, yo lo oía todo a través de la chimenea de su habitación. Cantaloup prefería no presenciar esas cosas, se iba a sentar con los coleguitas de Regent Street en la banqueta de terciopelo de La Royale. La taberna conocida en el mundo entero. Los socios estaban contentos de que no los llamasen a filas, de estar en suspenso aún, los últimos chulos de Londres, debido a las varices y los enfisemas, a ser cortos de vista y a otros inconvenientes incluso más jacarandosos. Pasaban por el consulado en Bedford Square, los coleguitas estos, a dar sus direcciones temblando cada ocho días. El trabajo tenía que volverse cada vez más clandestino. Arramblar con todas las chavalas de los compañeros que se fueron a hacerse héroes y que se quedaron tiradas. Al principio había más demanda de carne que nunca. Las fulanas que les traía Cantaloup eran selectas; raro era que la Ursule no acabase poniéndolas firmes. Luego las golfas lloraban en el momento de la despedida, tanto se habían encariñado de las maneras de él y de su familia en poco más de tres semanas o un mes. En el fondo, Cantaloup desaprobaba toda clase de brutalidad. En ella presentía la guerra y las matanzas.

–Vete –les decía a las nuevas en voz baja–, vete, pequeña mía, no te retengo, vete si no te gusta estar con nosotros. Aquí hay que obedecer a Ursule, eso es todo lo que pido, ¡es mi mujer! Que no te sorprenda… yo soy fiel, pues tú lo mismo… Lo agradecerás más tarde. ¡No creas que vas a encontrarte en el camino a muchos hombres que cumplan sus promesas…!, yo sé apreciarlos cuando los encuentro; tú también aprenderás, te encontraré uno si cumples y eres lista…

Era un lenguaje que tenía su poesía. Es cierto que nunca se negaba a venderlas llegado el momento. Ursule las entrenaba en todos los detalles. Los primeros días, Ursule impartía a las golfas hermosas lecciones, les enseñaba usando a Cantaloup cientos de florituras y placeres muy apreciados por los clientes tropicales. Ursule, aparte de la fuerza y el grosor de sus muslos, era una verdadera potranca. Cuando corregía a una principiante, se la apuntalaba debajo como en un torno, y cuanto más se debatía la golfa más disfrutaba ella, una tunda para recordar toda la vida. Si luego la otra se iba a la Pantagonia [sic], adiós muy buenas.

La sesión era un guirigay interminable y lo mejor es que las chipichuscas de casa y las turnistas de los cuartos vecinos acudían como a una fiesta y se pasaban de frenada con la principiante aún más que Ursule. A ver quién le arrancaba más mechones y pelos del culo hasta hacerla sangrar. Después le arañaban las tetas y, cuando la novata estaba que se moría, que ya apenas era capaz de respirar, se daban la vuelta a una y se limpiaban el culo hombres y mujeres mezclados contra su cara hasta casi asfixiarla. Cantaloup prefería marcharse y subir a mi habitación para vigilar la calle.

–Hay que hacer lo que toca, Ferdinand, estoy de acuerdo y es justo y merecido, pero aun así es una salvajada y una lástima.

Lo que le preocupaba era que se alborotase la calle. En Inglaterra se paga muy caro el escándalo público y hacerse notar por actos violentos. Había que evitarlo a toda costa.

El poli de abajo, conocido nuestro, con su chistera toda recta y su panza, mantenía estable y tranquilo el flujo suavemente agitado de soldaduchos de todo pelaje a su alrededor y a todo lo ancho del Picardy. Se formaba un gran torbellino de militares alrededor de las seis de la tarde, de tipos en caquis, escarlata, reseda, que soltaban de los campos de las afueras, de todos los dominios, y nuestras golfas currelando entre ellos, cerca de la hora del vermut, planteándose la perspectiva como en un jardín… nuestras flores… Sin contar el Ejército de Salvación, que le dedicaba a la atmósfera azul de los cigarrillos su saludo nocturno, su gran toque de trombón y su infinito canto de buena voluntad. Los autobuses carmesíes desfilaban despacito, ocupaban la avenida en fila india, encorvados, uno detrás de otro comiéndose el culo, ronroneando.

No nos pongamos tiernos. Por la época, en aquel mundillo aún era todo rayas bien peinadas, corbatas rojas sí o sí, bigotes Max Linder y sombreros grises bien resultones en las carreras. Así asomado a nuestra Leicester Street, Cantaloup lanzaba chelines a los músicos callejeros para que ahogasen la barbarie tocando y que los transeúntes no oyeran el ruido humano que venía de nuestra casa, las palizas, y no alzaran la vista. A Cantaloup los musiquillos también se lo conocían. Incluso lo saludaban por su nombre y le daban información cuando hacía falta sobre cosas relacionadas con el puterío que no siempre me contaba a mí. Conoció mucho a Cascade y había comprendido exactamente, por los rumores, lo sucedido en Flandes. No se apuraba, no juzgaba las cosas, prefería mostrarse muy reservado con Angèle. Ella estaba como en periodo de observación por su comportamiento. Era un asunto demasiado serio como para hablarlo. La guerra, al principio, había puesto las costumbres demasiado patas arriba como para hacerse una idea de nada. Cambiaban de un día para otro. Nos buscábamos y ya no nos encontrábamos. Al principio, ni Cantaloup ni los demás tenían la conciencia limpia. Cantaloup también hizo todo lo posible para resistir, se necesitaban fondos, que las putas produjesen. Lo eximía su buen corazón.

–¡Mira! Sin Ursule, atiende bien, así como te estoy hablando, ahora mismo estaría muerto, no me duelen prendas en decirlo; si supieses con qué dulzura me ha tratado esa mujer… una madre no es nada a su lado… Pero el caso es que ella no puede hacer los viajes por mí. Son duros y me destrozan. Sobre todo porque por culpa de los submarinos vamos tan vigilados en los barcos que ahora es casi imposible evitar problemas. Hay que untar a diestro y siniestro. Eso hace que la carne se vuelva extracara. Además, cuando cruzas con tormenta es un circo. Las inglesas aún van bien, aguantan bien el mar, casi no vomitan, pero es raro en mujeres, mientras que las nuestras y sobre todo las españolas, están malas todo el tiempo; así que una clandestina en su escondrijo echando las rabas durante veintitrés días, eso sí que te pone malo. ¡Algunas hasta he tenido que tirarlas al agua! Ya he perdido veinte fardos así y solo por culpa del mar, para que se me entienda. Ursule las entrena para trabajarse a los hombres, claro, en eso no tiene rival, ¡pero no me las puede convertir en marineras!

Cantaloup estaba satisfecho con sus trajes, y al mismo tiempo preocupado de si iba realmente elegante, solo se vestía en Marsella. Fue él quien me regaló las primeras prendas civiles cuando dejé el uniforme. Éramos casi de la misma estatura.

–Los trajes ingleses son elegantes, lo admito, pero al final son tristes y no aguantan una joya. ¿Te imaginas que llegue yo a Río sin mi cadena, mi perla rosa y el anillo que no me quito jamás? No, créeme, Ferdinand: no es por hacer de menos a nadie, me conoces, pero nosotros necesitamos algo más que esos fulanos. ¡Nosotros necesitamos que se coma ajo!

Eso también era cierto. Éramos una docena larga de inquilinos en la pensión Leicester. A menudo teníamos la oportunidad de encontrarnos en la sala de la planta baja. Se jugaba a las cartas. Un auténtico salón con sofás capitoné en verde manzana, despellejados y raídos, pero donde cabíamos cuatro. Y mesitas redondas talladas en ébano negro y llenas de pústulas decorativas multicolores. Venían de la India. Un asco. Era la patrona, la señora Council, quien había vivido en esos países. Su esposo había muerto como oficial a dos pasos del Gaurishankar (la montaña más alta del mundo). Era muy distinguida, la señora Council, y muy amable, culta y toda la pesca. Solo que tenía la cara toda agrietada. Además, hay que decir que de la India se trajo una expresión de fatiga como si en Oriente hubiera entendido demasiadas cosas de golpe. Una especie de náusea infinita que transmitía todo el tiempo con su propio rostro. Yo intentaba reproducir aquella expresión cuando estaba solo frente al espejo y no lo lograba.

Ya veis que en Londres empezaba a interesarme por algo más que mis ineptitudes personales, mis zumbidos y mis heridas. Eso ya es señal de que voy a volverme interesante.

La fatiga de la señora Council se debía, según explicaba Cantaloup, a que en la India se había visto expuesta a demasiado calor durante largos periodos. Nunca pareció percatarse del particularísimo tráfico que tenía lugar en su casa. Por cierto, aprendimos una manera muy cómoda de espiar en la calle lo que sucedía en Londres con un espejito de bolsillo y el reflejo del escaparate de la tienda de enfrente. Cabe decir que se siente uno un pelín acosado. Aun jugando a las cartas. La belote aún no existía, que yo sepa. Se jugaba a la manilla. Por ejemplo: cuando una de nuestras chavalas pasa frente al escaparate y detrás viene, esto es importante, un poli haciendo la ronda, golpea dos veces en el cristal con su anillo; si es un cliente, solo una vez; entonces nos esfumamos para que el salón quede libre y pueda subir tranquilamente. Nos embolsamos dos libras. En el primer piso hay una especie de sala de té, por así decirlo. Otro salón, en resumen, pero con cortinas dobles. El sofá es aún más colosal, más aceitoso, más capitoné. La chavala no se quita ni un alfiler, ni los guantes; está prohibido. El tipo, tampoco. Nos sentamos con todo decoro. Charlamos. Y no de cochinadas. Entonces entra de repente un muchacho con su frac y sus guantes, muy atildado y muy triste, y su té triste y su pastel aún más triste, siempre el mismo pastel. Y el plato lleno de dedazos. No pensamos tocarlo. El cliente paga. Tiene derecho a magrear bajo las faldas, pero ha de gozárselo sin mover el liguero ni dejar de hablar. Mete los dedos en el felpudo, los gira, se agita tan fuerte como puede. Quiere amortizar sus dos libras. De buena gana le comería el baboso a la fresca, pero hasta aquí. Tiempo agotado, lo echamos. El muchacho vuelve, vuelve a poner las manos en su plato, tira té al suelo. El chorlito balbucea. Se arregla la bragueta y se larga en tromba. La golfa, bien elástica, ya se desliza por la escalera. El cliente solitario siente vergüenza y miedo. Cree que lo van a arrestar por demasiado marrano. Siente alivio de volver al aire libre, a la calle… Seguimos con nuestras cartas. Los soldados aquí, como en todas partes del mundo, junto al escaparate, guipan y pasan escupiendo. La verdad es que no tenía otra cosa que hacer que observar. Sin embargo, desconfiaba. Después de tres meses de distracción aquí, mi oído mejoraba, me mandarían de nuevo a currar. Flandes no estaba a más de seis horas. Tenía que pensármelo. Conocer bien el sitio. Estudiar. Igual es mejor que os explique el lugar donde sucedía todo esto. Londres no está muy lejos, ya, pero es carísimo cuando no tienes los contactos adecuados para apañártelas, sobre todo con el asunto de la comida, tan a menudo deprimente. Este es un tema que molesta al viajero, lo asusta. Las patatas fritas, en concreto, son infames. En resumen, hay que estar informado. Pero el distrito del que os hablo ha cambiado muchísimo. No lo reconoceríais. Yo todavía lo reconozco, vale, pero me cuesta… En la calle Leicester, en pleno centro, solo queda en el mismo estado el convento de las Señoras del Buen Jesús, dirigido hasta la fecha por monjas franciscanas y justo al lado del tugurio donde piadosamente nos alojábamos. Todo lo demás son comercios y viviendas muy distintas. En primer lugar, a lo largo de diez años, Inglaterra fue terreno muy hostil para los chulos. Pero el vendedor de frutas con su carro monumental todavía ocupa lo menos la mitad de la calle: un auténtico vergel, manzanas y plátanos, todo colocado encima de una alfombra de lana muy gruesa, verde chillón a la luz del acetileno. Aprovecho para añadir ahora que en nuestra pandilla de la pensión Leicester habíamos admitido a un soplón. Se hacía llamar Bijou. Fue un poco por la coña. Al principio se dijo que no era chivato de veras, que no se ocupaba ni de los ladrones ni de los chulos. Qué va.

Por cuentos así comenzamos a hablarle en la pensión Leicester en lugar de canearlo como deberíamos haber hecho de buenas a primeras. Nos arrepentimos mucho. Fue el comienzo de algunos acuerdos que se hicieron con los confidentes. Después de eso hasta perdimos la cuenta. Yo, en cualquier caso, desde el principio tuve intención de atar en corto a Bijou, de hacerle tragar mis confidencias a hostias y partirle la crisma como se entrometiera en mis decisiones. En fin: el chivato Bijou, ya que es de él de quien hablamos, tenía a dos mujeres en casa, una en Burdeos y la otra en Nîmes. No se podía decir que no perteneciera al mundillo. Lo que más le gustaba para entretenerse era guindarle los plátanos al fulano de la paradita de enfrente. Y nunca lo pillaban. Eso ya levantaba sospechas. Lo vi robar con niebla hasta una docena de plátanos y todas las piñas el mismo día. Eso sí que me llamó la atención. Daba la sensación de que quisiera demostrarnos lo fácil que era trincar y que nosotros también robáramos del coche.

–Vamos, Ferdinand. No tienes nada que temer –me tentaba pasando pegado al montón.

Aunque yo veía bien al tipo del delantal que fingía no mirarme y charlar precisamente con una que pasaba…

–Que te den, Bijou –le replicaba de inmediato–. A mí no me encaloman por culpa de un capullo como tú…

Entonces él montaba en cólera, se encendía y me desafiaba a presentar pruebas.

–¿Me tomas por un soplón? ¡Dímelo a la cara ahora mismo, que te oiga!

Cuando se quejaba así, con tanta palabrería, me daba aún más asco y más asco me daba el mundillo. Bijou apestaba, olía a mierda, la verdad, pero me daba que compartíamos el mismo espíritu, y me entristecía tener algo en común con semejante despojo. Lo que tendríamos que haber hecho en realidad no era limitarnos a dejarlo tirado como un zurullo en Trafalgar Square. Eso era demasiado fácil. Su olor y su influencia se habrían quedado por todas partes. Lo que nos habría hecho falta para poder olvidarlo y perder el gusto por sus gilipolleces era educación. De entrada, a un chivato siempre se lo acaba descubriendo un día u otro. Basta con ofenderlo. Un poli disfrazado se vuelve más frágil que una chavala. Los de los burdeles también, por cierto. Es un batiburrillo de cosas. Se ponen nerviosos tan pronto como los contradicen. No saben a qué carta quedarse en cuanto les chistas. Se derrumban, amenazan, se asombran, se muerden la lengua antes que admitir que no tienen educación, que son unos pobres diablos. Se bebe pero no se olvida. Hemos metido el dedo en la llaga. Se despiertan en mitad de la noche para reventar el espejo del armario. Bijou, merced al conformismo de su naturaleza bovina, era una especie de amenaza, con aquel rollo de sentirse superior a todos nosotros de pronto, un delate que no habría engañado ni a los más cortitos de no estar tan idiotizados por el brandy, las corbatas de seda y el póker a mano armada. Si observabas lo suficiente a Bijou veías venir el golpe desde lejos, subiéndole desde el agujero del culo. Después de todo, se creía con ventaja, un protegido. Al final estallaba la pelea en el momento oportuno. Para mí que el fulano de los plátanos era otro chivato. En Londres, las cosas no se forman porque sí. Conducen unas a otras y punto. Hay que conformarse con una impresión. Nos pasamos años desconfiando. Llegamos casi a confiar. Al final, no sabemos si teníamos razón o no. He aquí lo inglés. Siempre infinito.

Mientras tanto, Bijou se presentaba alrededor de las seis, como iba diciendo, en Leicester Square para disfrutar tanto [de] las tropas como de una batalla. Nuestras chavalas pencaban a más no poder. «Para dar abasto, tendríamos que partir en dos a las golfas…» Tanto es así que nos llegaban refuerzos, sí, y ansiosos, desde todos los dominios. Conocí a hombres que tenían hasta seis mujeres trabajando para ellos, y aun así revendían un par o cuatro al mes. La trata de blancas es la monda. Los de colores, sobre todo negros y amarillos, las olfatean, se precipitan sobre nuestras furcias para darles caña. Son una furia. No os creeríais la de gastos médicos que teníamos en ese sentido, sobre todo al principio. En nuestra pensión, los puntuales y los habituales eran una docena de desubicados de todas las edades, muy instructivos. Y luego, artistas de music-hall y cantantes serios, con coleta, incluso malabaristas. Seguro que también había desertores, más cobardes que yo, que ni siquiera habían [cumplido]. Con papeles bien hechos, a medida, siempre en voz baja y al menos dos chavalas por cabeza y enchufados en trabajos de diversa índole, especialmente en oficios de lujo: perfumería, manicura o trabajitos entre bastidores; tíos raros.

Charles Aumone ya no tenía a nadie que lo apoyase. Ahora se defendía solo. Los ingleses lo habían caneado. Fue una chavala quien lo traicionó, lo entregó a los rosbifs, un montaje, con la guita en la mano. Caso curioso. A la golfa, una argentina, la había cogido in situ en Córdoba, en la pampa, y se la trajo a Piccadilly a propósito para ser original. Eso también se lo reprocharon en el juicio en Bond Street, en el Old Bailey. Lo consideraron apto para dos años de «trabajo duro» en Dartmoor en el páramo, la penitenciaría. Ya podías ser blando o duro, que siempre estaba el correctivo, para empezar y para terminar. Veinte a la entrada, otros tantos a la salida, sin regateos. Aumone no presumía, pero enseñaba con gusto las cicatrices de las fustas, gruesas como un dedo, a lo largo de su ancha espalda. Era como si encontrase cierto gusto en que lo mirasen.

–Te cinchan una banda de cuero grueso, os lo juro, por encima de los riñones, de lo contrario se te saltarían…

Entonces se le quedaban los ojos fijos repasando las circunstancias… Sobre todo en los jóvenes recién llegados, a mí varias veces seguidas me dio todos los detalles para que estuviera advertido.

–Cuando tu lumi se canse de tu jeto, cosa que es fácil, solo tiene que decir una palabra.

En el fondo, estaba celoso, estaba tarado. Al principio, las mujeres se conformaban, mejor una desavenencia que una zurra. Los ingleses, con sus nueve colas, lo habían arruinado más moral que físicamente. Yo le preguntaba por qué no se largaba de Inglaterra de una vez por todas. Respondía con mil excusas. «Me vengaré», afirmaba. Mis cojones, se iba a vengar. Los bistecs lo habían roto en pedazos, literalmente. Se le salían trozos por todas partes.

–Lo que yo te diga: los admira desde que lo castigaron; ni siquiera sería capaz de vivir en otro sitio sin ellos; es su perro, solo le falta ladrar.

Así explicaba las cosas Cantaloup, la razón por la que Aumone no volvía a la calle de la Alegría.

Hacia las seis, salíamos para hacer una incursión en los bares públicos que van desde Lard Street hasta el Corner Tottenham. Sus bares tienen formas raras, muy retorcidas, chicas guapas y caprichosas detrás de mostradores de caoba sólidos como este. Están llenos de cobre como un barco de verdad, son lujosos, opulentos. El corredor de apuestas, siempre incansable, enseña los dientes y sus anillos de oro, inspira confianza. El humo se apodera de la cabeza y de las ideas. La cerveza es tan espesa que te ensancha la boca y te la deja negra. Al principio pensaba que supondría una mera diversión, unas risas, aquellos paseítos antes de la cena, un zanzíbar aquí y allá. Pero no era eso exactamente.

Éramos Bijou, Aumone, yo y Tatave, también conocido como Cantaloup; nos echábamos a la calle, a menudo con uno o dos hombres más para la excursión. Por cierto, hay que decir que Aumone volvió a pintar después de su desgracia. Era su primer oficio, lo de las bellas artes. Se había hecho chulo ya en el colegio, pero desde el correctivo siempre iba encorvado por los riñones. Pintaba animales lo que más, sobre todo caballos, y muy bien. Había vuelto a ello. Vendía aquí y allá algunas de sus producciones, lo justo para sobrevivir, casi como si no lo hubiéramos ayudado nosotros. A los ingleses les gustaba su estilo. Ofrecía sus lienzos principalmente en las tiendecitas cerca del museo, en pequeñas librerías. Le daba vergüenza. No se atrevía a llamar a las puertas. Ya gracias que no se esfumaba en cuanto le preguntaban [sus] precios. Los habría regalado. La necesidad era una humillación. Para animarlo, yo lo acompañaba a menudo y lo ayudaba a vender. Me divertía. El largo tiempo ejerciendo de chulo lo había desacostumbrado a regatear. Aquellos comerciantes catetos, siempre tan gruñones, tan desdeñosos, le daban poco. Yo no era tan delicado. No sabía qué me repugnaba más, si los macarras o las tiendas. Metía cizaña a todos, a ver si lo averiguaba.

–Si no los quieres –les decía a los tenderos–, nos vamos a venderlos al museo de enfrente.

Aumone se habría quedado en el umbral tartamudeando. Cargando con sus preciosos lienzos. En definitiva, se había vuelto escrupuloso y petulante como mi padre. Se pavoneaban. Yo lo avergonzaba. Pero voy a volver con Cantaloup. Cuando os hago el recorrido por el barrio, me refiero a lo que va desde Lampton Street, calle bullanguerísima desde las once de la mañana, hasta el Museo Británico. En Lampton Street conté hasta veintitrés escuelas de baile y etiqueta solo en los primeros pisos, cada una con su bailarina en jefe pelirroja bizqueando un poco detrás de las cortinas verdes y azules para ver si llegan nuevas alumnas, no vayan a meterse en la de al lado. Son mujeres solapadas y simpáticas gracias a los muletones que se les ponen con el entrenamiento, la carne maciza, la facha de institutriz, los sofocos, sus cuarenta palos, sus recuerdos con olor a caballo, sus billetes de tercera y el agua de lavanda. Todas han estado en Roma, en el Foro, dejándose hacer un dedo, una vez en la vida. Cuando dan sus lecciones, con la varita en mano, a ver niñas, quinta posición, su risa cloquea de una manera extraña. Tic tac, es el metrónomo. Un acorde de piano marca el fouetté. ¿Oís el aire avinagrado que entra en cascadas a reculones bajo las puertas de las buhardillas? Es amargo al oído como la mermelada a las [papilas]. Te llena la boca. Las niñas sudan y se tensan durante dos tiempos más a lo largo de las barras en la pared. Hacen empañarse los cristales. Les gustaría algún día, después de tanto esfuerzo, besar a Pavlova también, como la maestra. Seguramente encontrarán a un judío más tarde, las lindas musculosas, que se beberá su orina por placer cuando sepan bailar bajo el reflector azul del Palladion la muerte de un cisne.

Todo llega, un, dos. Chassé! Fouetté!, tres narcisos al trote frente a la ventana temblona. En los pisos de al lado es lo mismo, la escalera aguanta todas las fotos que puede, al menos dos por escalón. Todo dios bailando, desde Vestris hasta Nijinski. Cada casa de Lampton Street arde en deseos de saltar por los aires, pero en ladrillos compactos y menudos, mil y mil arabescos de gris a la luz de una farola que nunca se apaga del todo, como un alma, durante el invierno.

Pasado el pequeño cine, Lisette de París, la modista en la tienda, dos pasos más allá, suministra precisamente a nuestras damas. Tiene algo de coca, a crédito, hacia fin de mes. Lo sabe todo el mundo. Basta con ver entrar en su tienda a las ladies de la buena sociedad. Sus coches no pasan del Teatro Príncipe de York, en la linde del barrio, supuestamente reservando sus plazas. Casi se caen sobre las hortalizas que las verduleras dejan esparcidas por la acera. Es el camino de los grandes restaurantes. Suficiente para hacer sopa. Más tarde cogí, me serví. Hay maneras más fáciles en Londres, como supe después. De modo que mis ladies salen furtivas y pálidas de la tienda de Lisette puestas hasta las orejas. Siempre me duele ver carne tan saludable arruinarse adrede. Culos con la fuerza de veinte filetes poco hechos, toda una vida comprimida, tensa, a punto de estallar bajo los muslos del vestido. Veo los músculos. Se acabó…

Gracias a Aumone también nos conocíamos el Príncipe de York, aprovechaba las funciones nocturnas para vender algo de su producción en la cola, es decir, a los curritos de la clase media. A los ingleses les encanta esperar, llueva o truene. Esa gente es capaz de hacer lo que sea por placer, pero siempre mohínos. Aumone siempre guardaba una selección completa de sus obras en el abrigo. «Alligator, ganador del Derby 1832 para Uppercut y Malmaison.» Lo único es que casi siempre era el mismo caballo el que servía como modelo. Solo variaban los nombres. Con guerra o sin guerra, a los ingleses les encantaba hacer cola en el teatro, lo gozaban; los caquis del frente, del campamento de al lado, a menudo se tragaban tres representaciones de la misma función, una tras otra y en fila, más doce tés de limón sin decir ni mu. Se dedicaban al placer, a la rumia y a la muerte. Llevan mezclas extrañas dentro, los ingleses. Shakespeare es así. Pero soy yo quien os está llevando por este tour y no me quiero desviar. En la cola del York (no hemos terminado) aquí en el asfalto se presenta ante nuestros ojos todo un espectáculo mientras esperamos a que abran. Que abran al buen corazón, me refiero, a la buena voluntad, a la fantasía. Dos señoritas vestidas de organdí que se contonean bajo el aguacero, ya se ven las ligas que se les caen, qué indecencia, tienen el vientre mojado. El pianista es su papá, toca casi como una máquina. Pero, con todo, triunfa en la niebla, es artero, siempre sobre sus cuatro ruedas en la cuneta, la calle lo oculta, solo deja salir de su melodía un sol bemol y dos pequeños res sostenidos de los que la ciudad entera depende, tres escalas, una cromática, al instante. Capta justo el encanto y el deseo de la calle, donde todo tiembla, de la pequeña alma de las cosas. Cosquillea, es el Dios de la discreción. La calle se sostiene solo gracias a él, otros dos pequeños res sostenidos, va a girar, los perderá al final de un trino minúsculo, vacila, ataca de nuevo, ha recuperado el hechizo con la punta de un dedo, es un sostenido, aún no moriremos. Su piano está lleno de peligro. Estas chicas voladoras y metódicas en organdí lo saben y buscan a papá detrás del instrumento. Su aliento las supera. Papá es insensible. A papá se la pela. Ya no necesita a nadie, sin más. Entonces, de repente, resulta que cambia de ejercicio, se adorna con un tirolés emplumado, se lanza de un salto al pavimento pegajoso, se desliza a toda velocidad sobre el estómago hasta la acera de enfrente para recoger las monedas. Aplauden. En el ambiente del que os hablo, da sin remolonerías.

Pero no os creáis que todo esto no implica sus riesgos. En el ambiente del que os hablo, lo casual, además de los hombres[-plátano], pertenece a los músicos, grandes privilegiados en la calle, en su mayor parte macarrillas que se protegían las zorrupias entre sí, una auténtica federación. Si intentásemos llevarnos la Barbarie a rastras como ellos, o el piano con ruedas incluso, nos darían para el pelo. Eso es lo que le sucedió a un tal Dorbonne, de hecho, un cacho de pan que llegó de África como en 1916, de Dakar, creo, con su esposa, poco después que yo, vamos.

Se les había ocurrido a ambos la idea de lanzar la canción francesa frente a los restaurantes, de gourmets y otros, a la hora de las comidas e incluso a la entrada de los de menú más o menos españoles, paralelos a Soho Square. Les dijeron que se largasen una vez, dos veces; sin embargo, a la tercera se los encontraron delante del Museo Británico, que está a dos kilómetros largos de distancia y pasados tres cruces. Nunca supimos cómo llegaron tan lejos. Estaban fríos. Para que se entienda que Londres es una ciudad curiosa y bastante seria en cierto sentido, muy reconcentrada. Se aprende discreción. Notaréis que ya no hablo nada de mi oído ni de cómo zumba ni de cómo me tortura eso, me guste o no. Cuando después de un mes en Londres me liaba a potar, ya no decía nada, fijaos si había cambiado, me guardaba para mí mis miserias y mis confidencias, como un gentleman. Si pasaba una noche entera oyendo la corneta en mi tetera ya no le daba la turra a nadie con mis historias; además, que aquello era mi horror personal; a la mañana siguiente, yo con la misma sonrisa. Ya no me quejaba. Estaba adquiriendo carácter. Al principio podía albergar alguna esperanza. Había experimentado cosas mucho peores. Todavía me quedaban tres meses para licenciarme, pero iban transcurriendo. Angèle se hacía esperar un poco con sus visitas. No me atrevía a preguntar, pero no la veía muy ansiosa por cerciorarse de si aún la amaba. Cada vez la encontraba mejor vestida, más vigorosa y próspera. Lo aceptaba. Inglaterra le sentaba tan bien como a mí. No me atrevía a preguntarle por Purcell. Siempre parecía que escogiese cuando tenía la regla para venir a verme. Como una excusa para apenas follar y luego, por otro lado, siempre me hablaba de las molestias que le causaban sus asuntos. Subíamos al cuartucho. Se me antojaba una bobada, porque total, para hablar de sus problemas… Pero ella no callaba.

–¿Me harás lo que me gusta, mi Loulou? Cuando esté mejor te enseño.

–¿Y con Purcell qué haces?

Entonces ella se embarcaba en confidencias picantes y descriptivas y luego se retractaba. Todo para ponérmela dura, luego ponerme furioso y después ponérmela blanda. Me palpaba la polla al marcharse. Tenía muy claro que me tenía comiendo de la palma de su mano.

Aun así, con dos meses y seis semanas más de permiso y bien alimentado, estaba a la expectativa. Ni siquiera los guripas ingleses, ya fuesen del Scotland Yard o de la policía militar, estaba claro que fuesen a darme la ficha para volver al frente. ¡Primero a ellos, mamones!, decía para mí. A veces me cruzaba con algunos por la calle a los que reconocíamos enseguida, burgueses con sus trajes a cuadros y el periódico de carreras asomando del bolsillo. También venían a almorzar al restaurante, en la noria de Tavistock Square. Había dos que siempre comían allí pegados a la pared. Cascade y yo muchas veces no podíamos evitar sentarnos detrás de ellos. Abrían mucho la boca y al masticar metían más ruido que una vaca, en serio. Cuando se levantaban estaban repletos como para rumiar otro par de días. Los seguíamos con la mirada quedándonos con la copla, las chaquetas con lamparones. Se desvanecían lentamente en la niebla, atravesaban la puerta indecisos, a lo largo de la reja del parque aún los veíamos perderse entre los árboles. Se bamboleaban y luego dejaban de verse. Volvíamos expresamente para observarlos. Ni siquiera se fijaban en nosotros. Donde me habría gustado mirar más aún que fuera es dentro [de] sus molleras.

Cantaloup más que yo, que había caído en una situación irregular y se saltaba las visitas médicas. Se le helaba la sangre cuando colgaba su abrigo cerca de ellos. Lo veía temblar. No le decía nada. En esos momentos igual habría sido capaz de rajarme. Exageraba con el amor propio.

Es más tarde, lejos de los peligros, cuando piensas por abstracción, dirimiendo. Cuando te lo puedes permitir. Todo depende de la suerte y la educación. Sin ninguna de esas dos cosas, está claro que te van a partir la jeta y te van a embutir la existencia entera por donde no se ve el sol.

Curreles normales había probado yo para aburrir, y muy coñazo, de los que te idiotizan a más no poder. Ya estaba harto, hablo de curreles como los de antes de la guerra, con la admiración del jefe canalla, ladrón y estúpido. ¡Amén! Nací en el 93, ¡mil ochocientos, me refiero! ¡Estoy de broma!, ¡mi medalla militar la mandé a tomar por saco, y sin titubear! Dicho está. Por lo poco que me prestaba de consideración en el mundillo me suponía diez veces más envidias. La abolición de los privilegios. Por otro lado, darme aires no es mi estilo. Soy tímido por naturaleza y delicado como un muerto, casi. Me libré de todo eso y del uniforme.

–¡Ya no te pavoneas! –comentó Bijou al respecto enseguida–. ¡Ahora te podremos sacar a plena luz del día!

–¡Tú hasta que no te parta el melón no te callarás! –le dije–. ¡Muchas cosas solo se entienden a hostias!

Dicho estaba. No lo podía ver ni en pintura. Pedazo de soplón. Había que tapiarle el hocico. Me henchía como un héroe cuando me hablaba. Cada cual con su guerra. Se creía ya un cabecilla por la cara. Cómo me habría gustado incrustarle el jeto en la boca de una alcantarilla. Al final acabó como acabó. Pero es que me hervía la sangre cuando se descolgaba con sus impertinencias. Ahí me echaba unas miradas que eran puro veneno.

Cotorreo y me enredo. Así no hay manera de enseñaros el barrio con sus atracciones tal como era. La bella naturaleza, la hermosa juventud, todo viene de los chaparrones de las brumas en Inglaterra, eso es lo que da ternura a todo. Céspedes, narcisos, riachuelos, niñas vestidas de corto y frescas, todo eso crece y canta y baila a la vista, entre las lluvias, en los momentos de sol, salta una vez más y se apresura a florecer entre los rayos. Llega el buen tiempo maravilloso esperado por tanta gente y flores en apuros.

Tampoco hace falta que os pongáis tristes. Aquí veis doce gradas de claveles en venta desde el primer piso hasta el suelo frente a cuatro tiendas, desde el letrero de la acera. Donde hace un instante solo se veía aburrimiento, acaba de florecer todo un arbusto de margaritas, un gran enjambre de rosas rosadas y reseda entre ellas, suficiente lirio del valle florecido como para que huela de una punta a la otra de la calle, tan fuerte que la gente deja de circular, soñadora. Para gran solaz de los corazones tiernos, de las damas de los cementerios, de los encuentros y de los chiquillos.

Pero allí, en Pristley Avenue, las charcuterías [mínimas], los pasteles de tres al cuarto, un poco más allá, digo, donde comienzan los sastres, provenientes de Varsovia, después del bar automático, huele a cebolla. Conozco muy bien a Max Oledov, que gesticulaba tanto y que tanto me fiaba. Era un faquir judío lleno de alfileres. Vestía solo con chaquetas y bolsillos tan enormes que dentro cabían tres como él. Todo con una tela ajedrezada que se estiraba con la humedad cosa de no creérselo. Ni él se lo creía. El peluquero y el filatelista comparten local. Aquí tenemos cien mil estampillas en una sola vitrina para hacer soñar al avaro y al estudiante viajero en el dulce y largo curso. Lame los cuadraditos país por país mientras se hurga el culo. Se escapan los oxiuros. Otro ciego agachado que abre el fuelle del acordeón y el aire que no acaba de llegar hasta lo alto del andamio de la obra que nunca terminaremos. La cabina telefónica, justo al lado, lleva averiada veintidós años. Es así.

Sé, lo leí, que allí se cometió un crimen una noche de invierno, un crimen en 1892. En el Sunday Pictorial. Todo el mundo lo ha olvidado. Conozco la profundidad de las cosas. No diré nada, hasta aquí. La cancioncilla vivaracha cae como una nube de azúcar pocha de las ventanas de enfrente con tres peniques dentro. Una moneda titubea y corretea hasta la boca de la alcantarilla. El ciego pega un bote y la pisa al borde de la rejilla. La examina a ver si es buena.

Otro coche con frutas que pasa y otro que vende helados, sicilianos, pintarrajeados de rosa y malva en todas las ranuras, da gloria verlos, esconde el coche en la esquina misma de Soho Square. Eso es todo lo que queda al caer la tarde de los Señores de Venecia, embajadores en tiempos, a dos pasos de aquí, en sus palacios de artesonados y pórfidos. Está enmohecido, su embajada recoge por dos libras al mes algunas sombras y algún vagabundo, las carretas del vecindario al final del día que vienen a hacer sopa, otros tres heladeros se paran en el entresuelo, nunca suben. Quince emigraciones desde el 93 han acabado de cansar a este barrio. En todos los áticos del Soho mearon niños desgraciados y se hicieron coladas. El triste jardín que hay en el centro, el sauce llorón enorme que se yergue tan alto en medio de la tristeza y cae tan bajo que da asco, la indecencia de la desgracia. Me encanta contaros Londres, pero no me olvido de mi historia.

Así que, a fin de cuentas, cada vez que Angèle venía a verme era para ayudarme, se entiende. De mis padres había recibido en total como unos doscientos francos. Necesitaba a Angèle a toda costa. Por lo general, una de las preciosuras se encargaba del papeo para todos en la pensión Leicester. Era la familia. La señora Council también lo prefería. Las mujeres, al albur de las ocupaciones y de los ratos libres, a menudo comían después de nosotros. Aun así, nos asegurábamos de que lo hicieran con regularidad. El clima es duro en Londres, sobre todo para el business en la calle. Cuando la niebla congela el trapicheo, eso es un lodazal, se pegan unos trompazos las golfas por las calles pegajosas… Pero hay que hacer lo que toca, claro. Las inglesas tienen más grasa entre cuero y carne que las nuestras, que enseguida tiritan. A menudo, cuando estaban tristes, se negaban a comer. He sido testigo de escenas homéricas. Dédé Graslard emborrachando a su lumi, que no quería acabarse las judías.

–¡Ya sabes lo que te dijo el médico! –¡Plach! y ¡plach!–. ¡Que necesitas alimentos con almidón, sabandija! –¡Zas!–. A que te meto el 45 entre las nalgas…

La niebla es traicionera y prolonga los resfriados. Todo esto son pérdidas, no solo sentimiento. Del sótano, a la hora de las comidas, también subía una especie de criada, una irlandesa. No hablaba mucho, pero no nos quitaba ojo de encima mientras almorzábamos. No parecía entender. Mabel, se llamaba. Servía y volvía a bajar al sótano. No la volvíamos a ver en toda la jornada. Hay una así en casi todas las casas británicas, cada vez más descuidada, la inevitable. La nuestra formaba parte de la niebla y de la fritanga, cuando nos pasaba los platos incluso nosotros nos sentíamos culpables de algo, así que la regañábamos. No respondía. Al final, una tarde bajé a la cocina para hablar con ella. No quería. Me molestaba que fuera tan silenciosa. No tenía gran cosa que decirle, pero tampoco gran cosa que hacer. No estaba bien quedar con la criada ni siquiera en broma. Los otros puteros, sin embargo, me avisaron:

–La Council te va a hacer la cruz como juegues con su fritanguera… y además las chavalas se pondrán celosas si te ven frecuentando a la criada.

No daban el verdadero motivo, el único: el esnobismo. Siempre tiene que haber alguien por debajo, y que se quede ahí. Para las prostitutas es fundamental tener a una criada por debajo.

Me dejé influenciar. Todavía me arrepiento hoy de no haber hablado más con Mabel. En aquel momento estaba en disposición de ir directo a los asuntos del corazón con las criadas, tenía el físico, la mentalidad, lo tenía todo; ahora eso lo he perdido. He frecuentado a personas bastante buenas. En resumen: podría haber sido feliz. Bastaba un poco de valentía e insistencia. Lo habría entendido todo, si hubiese insistido, seguro; Mabel me habría explicado todo y me habría quitado de encima un montón de inconvenientes, de los cuales ya no me libraré nunca, ni siquiera rellenando trescientas mil páginas. Me debato.

En Rancy, de vez en cuando, he intentado volver a ponerme al nivel de los más zotes. Ya no puedo. Me he convertido en médico y esto y lo otro. Me exhibo. El pescado está vendido. Moriré ajado por las pretensiones. Y puedo decir, sin embargo, que pasé completamente por alto el verdadero éxito. Habría bastado un pelín de desfachatez. El mundo estaba a mis pies. Bueno. Hay que resignarse, por mucho que balbucee y que me desespere. A mis amigos no les gustaba que les contase, que buscara subterfugios, como cualquiera. Si fuese ahora, me casaría con ella por joderles. De hecho, lo hice un poco más tarde, pero con Angèle, que solo era puta. Eso lo echó todo a perder. Y sin embargo me avergüenzo, lo reconozco.

–Si empiezas a frecuentar a la criada, no tendremos criada… Ni Mabel ni ninguna otra.

Era un motivo egoísta. Estaba acordado con la patrona que dejaríamos en paz a su Mabel. El caso es que me moría por abordarla. Al final no me atreví.

Tal vez también era la guerra lo que me volvía más blando. La guerra se notaba en Londres y en todas partes, pero aún de lejos. El pavimento, al caer la noche, estaba aún más lleno de atracciones de lo habitual y las tiendas congestionadas de aficionados. Después de las diez pasan muchos menos coches por las callejuelas. Allí conocí una orquesta, puesta por el Ejército de Salvación, al borde del metro que devolvía a los que se habían extraviado en la niebla. Llevaba al cielo a una audiencia de verdaderos cristianos más recogidos que los borrachos pero que aún tenían un poco de frío. Estaba probando milagros nada más que con un pequeño cántico y tres mariposas de acetileno, muy silbadoras, aprobado por doce vendedores de cerillas con sombrero Gainsborough. El Ejército de Salvación sabe lo que hace, he visto a miss [Weybette] traer de nuevo al redil a pecadores temblorosos con un té sin azúcar y tres trabucazos bien cargados. Más adelante está la verdadera competencia, el bar Bloumbsburry [sic]. Es cuestión de dinero. En ambos beben los mismos, por cierto. Es curioso cómo las almas se encuentran de noche. Todo está ahí. El sargento militar que regresa enjuto de las Indias, relleno de viruela, cómo no, agita su bastoncito de mando sobre la hendidura nalgar de los soldados de permiso, de un himno a otro. Se hace entender perfectamente con los acogidos sin añadir nada. Son dos chelines y seis peniques por una mamada en el Parque Hayde, donde se lleva a los seducidos durante tres buenos kilómetros marcando el paso. Cantaloup, que tampoco le hacía ascos a aquello, había intentado muchas veces por su cuenta el celo del sargento. Tenía recuerdos divertidos de Inglaterra de rodillas en los arbustos. Podía costarle cara la fantasía, pero no era enemigo de los peligros. Justo al lado de la cocina, en la parte inferior, en la pensión, la habitación más fea del antro la ocupaba desde hacía años Rodriguez Ostende, que tenía varios nombres pero ninguna nacionalidad definida. La policía inglesa se preocupaba por Ostende, porque tampoco tenía un nombre concreto. De Scotland Yard venían a menudo a animarlo a que eligiese uno de una vez por todas. Él seguía dudando, quería asegurarse de que su nacionalidad no participaría en la guerra.

Había preguntado a Nicaragua si lo aceptaban. Los papeles nicaragüenses costaban trescientos dólares. En Honduras, al lado, vamos, se lo habrían hecho por doscientos cincuenta, pero entonces tenía que dejarse vacunar. Total, que estaba indeciso. Ostende era la última ciudad donde había sido crupier. Cambiaba de nombres de vez en cuando, pero con menos frecuencia que de apellidos. En la época de la pensión Leicester todavía se llamaba Rodriguez por lo de las solicitudes hispánicas. Su reducto era inevitablemente húmedo entre el arroyo y las alcantarillas, pero además lleno de cascadas como una verdadera gruta debido a que todas las tuberías de la casa y los desagües se entrelazaban justo encima de su cama. Cuando en las habitaciones de arriba se hacía la toilette, en el cuarto de Rodriguez no había manera de entenderse con tanto gluglú. A él no le molestaba, hablaba principalmente para sí mismo. No se dedicaba al negociete, las mujeres no eran lo suyo, su fuerte era el juego, todos los juegos, nada más que los juegos, desde las carreras en Ascot hasta apostar por la mosca en la tetera al primer terroncillo, y las regatas de Australia a Londres, y el concurso del primer diente del cachorro de guepardo en el zoo. Le daba a todo. Había nacido en el juego en algún lugar del Danubio. Desde los dieciséis años tenía prohibida la entrada en Monte Carlo.

En la propia pensión nunca jugaba a cartas con nosotros, ni siquiera para adivinar el futuro. También estaba prohibido, como Mabel. Era un acuerdo tácito. Hacía trampas sin querer, igual que la mofeta apesta y el sapo envenena. A Rodriguez no se le tocaba. Animosidad asegurada. Habría acabado en matanza. Era su naturaleza. Su cara misma no era sino una máquina de hacer trampas, cuando te miraba aprovechaba para echar vistacitos a todos los rincones, rumiaba sus feas ocurrencias sobre ti, sus ojos dejaban de parpadear.

Claro, si llevaba pecheras falsas de papel, corbatas falsas, pelo negro falso e iba sin calcetines en su falsa habitación no era precisamente por placer, pero en el fondo sí le gustaba un poco que aquello no fuese real. A mí me consideraba joven y bisoño, no captaba lo de la guerra, me hacía bajar a propósito a su cuartucho para contarme milongas sobre su vida. Como no podía sacar cartas en la pensión, se montaba trolas fabulosas solo para mí:

–Ferdinand, ¿ves la foto de esta persona?

–Sí, Rodriguez, y es bien guapa, lo admito.

–¿Sabes quién es?

–No.

–Es Francesca Bertini, como te lo digo.

–¡Ah, la estrella del cine italiano!

–Exacto, Ferdinand, la misma; y si me prometes guardar un secreto enorme, te lo contaré todo, pero solo a ti. ¡Te tengo afecto, Ferdinand!

–Prometido, Rodriguez. Jurado.

–Si hablas, si me traicionas, ni que sean unas pocas palabras pronunciadas a la ligera, su carrera se vería irremediablemente comprometida, ¡y nuestro afecto recibiría un golpe mortal! No harás eso, ¿verdad, Ferdinand?

–No, Rodriguez, puedes estar tranquilo. Palabra de mutilado, ¡sé callar!

–Bueno, entonces te lo voy a contar todo… Ferdinand, estamos comprometidos…

–¿En serio?

–¡Sí! Te lo juro, la Bertini y yo, por lo más sagrado te lo juro, por ella si quieres. Ella me adora, yo la adoro… Aquí tienes un telegrama… ¡Mira!… ¡Léelo… no te cortes!…

Cómo no, el telegrama era falso, falsísimo, pero delirante de confesiones.

–Acabo de recibir este cable justo ahora, ¡imagínate!, que dice que se va para América… ¡Qué tristeza!

Lloros, un suspiro, una miradita taimada.

–¡Claro, debe de ir allí a firmar un contrato magnífico! ¡No quiero molestarla más! ¡Yo, que sabes las adversidades que he sufrido y la discreción…! Pero sin la guerra, amigo mío… Sin la guerra, abriría un casino gigante a la salida del Canal de Suez, el camino del futuro, tendría el capital. Te pondría de secretario, Ferdinand, a siete mil francos mensuales… Ahora hablas bien inglés… no le digas nada a los demás.

Se acomodaba en su cama-jaula. El gorgoteo de los aseos atravesaba la conversación.

–¡Doscientos paquebotes al mes, Ferdinand!… ¡Arramblaría con todo el oro de las Indias! ¡Y en las Indias hay oro para aburrir!

Se levantaba. Clavaba la mirada a lo lejos, más allá de todas las calles de Londres, en un espejismo, dibujaba con gestos en la pared húmeda un enorme castillo de las Indias, todo de oro.

–¡Tal cual, Ferdinand! ¡Tal cual! ¡Te daría doce mil francos al mes!

Yo asentía, me admiraba. Rodriguez ufano. Regresábamos a la luz del día.

–No le cuentes nada a los demás. Son una panda de cizañeros…

A la semana siguiente me hacía bajar de nuevo, pero ya no era Francesca. Tenía otro matrimonio en marcha con Pearl White, que ahora estaba en la pared meada en una foto tres veces más grande, y luego Pola Negri cuando se convirtió en una gran estrella. Siempre al tanto de la actualidad, Rodriguez, nunca rezagado. Era tal su frenesí que deliraba y ya ni se daba cuenta. Cada cual con su delirio. Por poco no le suelto yo también mi leyenda, que no le había contado a nadie. Estoy casi seguro de que lo habría entendido.

Mientras tanto, Rodriguez robaba de todo. Se rumoreaba que le había birlado los ahorros a Mabel, la sirvienta. No era ella muy de quejarse ni de hacernos confidencias. De todas formas, debían de llevarse bien. Ella le haría cien favores. La cama de Rodriguez daba a su cocina y creo que ella le guardaba las sobras. No comía con nosotros arriba. Ya no se atrevía. Debía demasiado dinero a la señora Council. Un día al llegar vi a Rodriguez rebuscando en la basura. Había robado tanto en todos los clubes de Londres que no lo querían ni como gancho en la puerta. Tenía su ficha, y repletita, en todos los garitos desde el Alaska hasta el Cairo, con una foto bien descriptiva y comentarios de aviso.

–Cuando calculo, Ferdinand, la de oro que ha pasado por mis manos en los cuarenta años que llevo dedicándome a este oficio…, debería ser el hombre más rico del mundo. No sé ahorrar, fíjate tú.

Confundía el debe con el haber. A fuerza de pensar en ganar, ya no sabía cuánto había perdido. Su pobreza le parecía tan amañada como el resto. Tenía hambre sin creérselo. Le doy vueltas y no acabo de pillar cómo y por qué solíamos pasear antes de la cena, pero en Londres, las cosas son un poco así, un poco confusas, la verdad. Uno pierde el gusto por autofustigarse cuando ya no se ubica. Al final de Leicester y más allá de Langton Street está Shaftesbury, la gran avenida que dobla en el lugar donde estuvo durante mucho tiempo, precisamente en el tercer piso del número 72, el empresario de plantaciones de caucho en la península malaya que casi me contrata seis meses después. Pero Angèle, una vez más, lo echó todo a perder. Ahora estaría en China, seguramente al servicio de algún mariscal manchú. Habría proclamado sus edictos como un Tamerlán. No lo quiso el destino.

Shaftesbury termina malamente en un callejón sin salida, Company Lane, una callejuela en realidad, poco más que un pasaje al aire libre. Todos nos escondíamos allí un rato. Parecía que estuviésemos esperando mensajes de alguien, de algún lugar.

Con el tiempo entendí que Cantaloup, como quien no quiere la cosa, aprovechaba que pasábamos tan cerca del patrón en algunas tiendas para que le dieran uno o dos paquetitos. Luego regresaba triunfante, y nosotros con él. Era la cosecha. Unos delante, otros veinte metros atrás. Aumone, el que tenía más miedo y mejor vista de todos, se quedaba vigilando en la bocacalle. No es que yo sea muy lento, pero me costó un tiempo comprender la sutileza de la situación. Las tiendas en esa zona son un poco iguales, pero comienzan a mezclarse con la industria, los aparatitos; las sociedades por la templanza se establecen a partir de los extractos de moral iluminados en los escaparates, citas de los Apóstoles, la dama anciana informa a los convencidos de que ha encontrado la manera de alimentarse entre el cielo y la tierra, me la imagino yéndose con la señora de la librería de al lado, rumbo a San Clapam Transfert, cuando termina. De esos lugares que se encuentran a través de contactos. Luego descubrimos un barrio claramente italiano. Fioreventi, el restaurante napolitano, todo mosaicos, mandolinas y langostas. A Rodriguez, que siempre tenía hambre, se le hacía la boca agua de estar ahí. Era un hermoso edificio de donde la gente entraba y salía feliz. También hay franceses en Bloomsbury, pero ya no muchos, alrededor de la noria y el restaurante-hotel que es histórico, por así decirlo. Es el último homenaje que queda de la Gran Exposición.

Es allí donde vivía Tribule Joseph, otro poli, pero este simpatiquísimo, amigable y franco con ganas. Era curioso porque en la Sureté, hacia 1900, era el único matón que hablaba inglés con fluidez. Esto le había supuesto una preciosa especialización, además de su menudeo en el mundo de las carreras que frecuentaba día y noche. Por eso se encargaba de todas las misiones cuando un bandido se escapaba a Londres. Entonces veíamos a Tribule aparecer en el tren de medianoche en Charing Cross, con su acento y toda la pesca. Se vestía de inglés de los pies a la cabeza para no llamar la atención, un traje verde manzana y amarillo a cuadros anchos, para ser exactos. Como también era calvo, aprovechaba para lucir una peluca casi pelirroja. Todo lo escocés.

Tampoco le gustaba Bijou, lo encontraba moderno e impertinente. Yo al principio era reacio, pero Tribule Joseph me dio buenos consejos. Me levantó el ánimo muchas veces. Es lamentable deberle algo a un soplón, pero a él le debo muchas cosas. Lo admito, y no se hable más. Además, era alegre, siempre parecía que iba a cantarnos algo, sobre todo cuando se disfrazaba de viajero. Solo conocí a uno más inglés que él. Me refiero a Meriel, que nos hacía reír a todos en el pequeño casino de antes de la guerra con sus imitaciones. Pero es que Tribule se había inventado también un nombre, William, que le iba como un guante. En 1916, cuando nos conocimos, ya no se hacían muchos ingleses como él en Londres, tan ingleses, digo. Pero él se aferraba a su estilo, a su prestigio del Quai d’Orfèvre. No cambiaba de pinta. La gente se giraba a mirarlo cuando pasaba con nosotros por Gower Street, junto al museo. Nos señalaba a los artistas que vivían por allí, gente con ojo crítico. Buen tío, bastante amable, en resumen. Fue su chavala, una histérica llamada Adolphine, quien lo dejó tocado. A William le gustaba muchísimo recibir palos en la intimidad. Era su vicio y, para dárselas de inglés, bebía whisky en la cama mientras Adolphine se enjuagaba con anís. Todo eso tenía que acabar trágicamente. Una noche terminó en pelea. Perdieron la cabeza. Él la tiró por la ventana. Se pensaba que era el entrepiso; estaban en un tercero. No sé qué hicieron con William, pero no volví a verlo. Me supo mal. Tal vez habría evitado muchas cosas.

Me contaron, no sé si es cierto, que aceptó ser chivato en Alemania a cambio de un veredicto de accidente y que al final los fritz lo descubrieron. En esa hermosa época ya éramos pizpiretos con los compromisos. La Oficina de Guerra británica proporcionó muchos más marginados en circunstancias aún más ingratas. Si hablásemos, no nos creerían. Pero tengo que seguir.

A la derecha del barrio de Bloomsbury tenemos a los judíos, los viejos, los podagrosos hediondos pudriéndose ya poco a poco, testículos y piños cariados en el fondo de sus cuartuchos entre dos facturas y cuatro chalecos por remendar. El barrio ya no vale nada para el pequeño comercio. Ahora está demasiado cerca de las luces de la gran arteria de Tottenham, que aglomera todo el barrio en el neón desde las cuatro. La sombra asusta más que nunca. Cada año trae otros horrores a la noche de los hombres.

Los pequeños judíos del colegio, nacidos entre forúnculos y gafas, se niegan a jugar a las canicas. Se pirran por ir a la carrera hasta la esquina del callejón y admirar los dividendos que brillan entre las etiquetas en cuatro kilómetros de vitrinas desde la boca del metro Osborn hasta más allá de la iglesia bautista de Saint-Jean. La perspectiva es espléndida.

Ya no es una calle como las demás, sino un río suspendido bullendo de oportunidades a todos los precios. Enjambres de vestidos, nubes de pañuelos, cascadas de suaves camisas, millones de calcetines, maletas, sujetadores, hasta libertys, langostas con su caparazón y luego libres de él. Los humanos se derraman pasmados a lo largo de las orillas acristaladas. Pasan y vuelven, se desprenden con dificultad, salvo los borrachos evidentes que ya no creen en la materia. Se limitan a ondular de una orilla a otra en plena fantasía.

En este lugar, me gusta repetirlo, cerca del metro, Bijou casi pierde dos dedos por toquetear la alcancía de un presunto paralítico. Y eso que Bijou volaba como un ángel. Ocurrió justo detrás de la reja en los baños públicos de Tottenham Corner. Fue también porque ahí colocaban la enorme lámpara de soldar como un faro ardiente para que el tráfico no se confundiese los días de niebla. Es evocador pararse ahí a escuchar el tráfago de la gente que pulula y pasa temerosa. Además, siempre está el carbón que rezuma hacia el cielo y por la tierra, que en esos casos ennegrece incluso a los gentlemen, y sin embargo, son cuidadosos. El Purcell de mi Angèle era un viejo gentleman. Iba y venía del frente de sábado a lunes. Su fábrica funcionaba a pleno rendimiento mientras tanto en la periferia de Londres. Mucho más allá después del parque Haïde del que ya he hablado, tres kilómetros de casitas dentro de la ruta del autobús 112. Los alrededores de Londres son agradables, un poco angustiosos, como todas las campiñas, pero hay que reconocerles el mérito a los jardines con narcisos y los céspedes de terciopelo vivo, de los gatitos bien domesticados que se plantan [palabra ilegible] frente a los visitantes. Ahí estaba la fábrica de Purcell en medio de una serie de antiguos prados, de ahí el nombre: Tartinal Green. Tostada Verde, si lo preferís. Ahí se fabricaban cosas muy serias en aquel momento. Esto da una idea de lo muy bien posicionado que estaba Purcell en los negocios y en la industria para mi Angèle. No nos había engañado lo más mínimo. Además, su rango de «comandante» en el ejército se debía a que se marchó para poder vender mejor sus productos. Cada sábado se dejaba ver en Flandes dando su paseíto por los cuarteles como un auténtico representante militar, preguntándoles cuántas placas y blindajes más querían para la batalla. En resumidas cuentas, era útil y simpático a su estilo, solo se preocupaba por la protección. No vendió ni una sola granada en cinco años. Únicamente se ocupó de las máscaras de gas en un momento dado, y ahí se acabó lo que se daba, ya lo contaré. Si luego me volví un poco malvado fue por pura necesidad.

Después de esta avenida Tottenham, nos alejamos un poco más de la zona de distracciones para caer de golpe en el meollo oscuro, abandonado por las grandes avenidas. Aquí te puedes alojar por cuatro chavos. Aún no es la City, pero casi. En Charing Cross, la vieja estación, se toca fondo; por un momento se oyen las sirenas llamando desde el Puente de la Torre, la gente del Támesis. Es el Embankment, el muelle de todos los desvelos, a ras del agua blanda y frágil.

Parece que la gente se avergüence de quedarse en el barrio del que hablo. Son casas tan tristes que da pena mirarlas, sus habitantes se preguntan si tendrán el valor de salir de ahí algún día. Habremos aprendido todo, despacio, de una vez por todas. Es un poco el miedo que se siente ante todas las casas del mundo, por eso hay que admitir también lo a gusto que se está en la calle. Los músicos ya no vienen por aquí, no ganan nada. No hay tiendas, no hay escaparates.

En cada cuchitril se intenta alquilar una o dos habitaciones. ¿A quién? Hay que subir los seis escalones para averiguarlo. Hay un letrero, son diez chelines a la semana, breakfast incluido. Empujé la puerta. Nadie. Curiosidad. Un cuartucho grande empapelado de amarillo, crisantemos. Una estufa y una lámpara apagadas. Fuera, la calle acechante. Y Cantaloup que silba su tonadilla desde lejos para que nos encontremos y no me pierda. Igual desconfía. No le gusta que nos alejemos demasiado del grupo. Continuamos. El bar Burbury Cross donde hacíamos nuestros business. Está situado, más lejos aún, justo en el límite, a doscientos metros de esos callejones olvidados. Porque al lado, al este, digamos, es todo lo contrario, todo es barullo y jaleo, un verdadero bulevar de postín para la vida nocturna, el pateo, el mutis y la diversión. Cuatro hoteles enormes expulsan al viajero del continente al tráfico, y la provincia bombea y continúa. Si os van el color y la elegancia, solo tenéis que sentaros a las ocho en la esquina y admirar los vestidos de baile. Desfilan hasta el delirio desde el verde manzana hasta la granadina, pasando por el limón de la reseda. En grupos y familias. Se atesta de encuentros y de taxis. Buenos jamones, esa lady. Pastos fértiles. Ese seto de espinos no se anda con chiquitas. Seguro que alberga deseos crueles. Los gentlemans [sic] se pasan por el epidídimo más brandy que pruritos divinos. Yo a esas esposas guarrotas les habría dado lo suyo y lo de su prima. Eso comentábamos con Aumone, todo un artista a pesar de todo, en una habitación bien cerrada, una hora solo magreándoles las cachas como si no hubiera un mañana. La felicidad nunca vista, tanta sorpresa en reserva y tanto delirio cochino teníamos. Una lady bien dotada da para renovar tres o cuatro literaturas, por no hablar de la gran música. Todo eso que se aleja por el Strand, parloteando entre las sedas cambiantes con su fiel viajero, su leal eructador de brandy. No vale la pena molestarse por los hombres. Dejad que se maten bebiendo. Se acercan a hablaros de política. Hipando. Que se mueran me parece poco, esas burbujas apestosas, perdidas en una mierda que no vale para nada.

Pero los míos, mientras tanto, Cantaloup, la banda, tomaban un bitter y tal, sin contar lo que se metían por la nariz de vez en cuando para infundirse ánimos.

Así que llegábamos al Burbury Cross, nuestro garito, hacia la mitad del paseo más o menos. Es un sitio sólido, de caoba maciza, tres puertas batientes dobles, tres camareras con blusas llamativas y tetas palpitantes apoyadas en la barra, hasta arriba de sándwiches y de cangrejos en salazón. Todo calculado para darte una sed de mil demonios.

Un bar se compartimenta merced a la clientela que no [se] mezcla. El espacio barato al fondo es para los más miserables, reservados, los hombres-anuncio, las putas viejas rezagadas; separados por un biombo, se ponen hasta el culo, encogidos, apretujados, de cerveza al carbón bien amarga que emborracha con solo olerla.

Son personas de la sombra, que no se muestran, en cuanto encienden la luz, incrustan el culo en la banqueta. Se quedan rumiando durante horas, en el gran bienestar de ser aún más borrachos que asquerosos. Detrás del otro biombo son más bien las criadas quienes se consuelan lloriqueando, el escribiente canijo que le pega al oporto, el mozo de carga con su cherry, el policeman que entra en calor y el corredor de apuestas que tantea la suerte y sondea los grupos repartiendo consejos, y tres fusileros voluntarios y patriotas, bien apartados, piensan en caqui si valía de verdad la pena suprimir la Copa de Cricket de Asticon que les brindaba seis meses de emociones por el futuro de los dominios. Cortinillas azules, el espacio privilegiado, el compartimento separado por completo de los demás, cargado de adornos que se hunden como una fragata engullida en bebendurria. El gentleman acapara el whisky con la condescendencia de un secretario de Estado. Hasta sorbe con gravedad la gotita de baba. Es por ese lado del bar por donde entrábamos nosotros. Solo se escuchaba desde lejos al pueblo en el compartimento de la izquierda discutiendo por su cuenta, murmurando chismes, conjeturas penosamente preparadas durante mucho tiempo con esa preocupación de medida típica del inglés, incluso el más curda, el más hecho polvo. Ya no sabe cómo disponer sus escrúpulos. Los convierte en una especie de crucigramas y luego se tira pedos sigilosamente sin que se le oiga apretando los labios. El francés busca más un duelo cuando habla, contra alguien menos fuerte que él, si es posible. Salvo Rodriguez, que buscaba un corredor de apuestas principiante para perder otra sin pagar, nosotros veníamos más bien por ver a las camareras, a saludar e informarnos. Le dábamos vidilla a su noche.

En la pared contigua estaba lleno de jugadores de cricket calentándose. También ellos soliviantaban a las camareras. Las controversias del deporte afectan al perineo. Pero los héroes recientes eran los de la batalla de Flandes. Se lo llevaban todo crudo. Los jugadores de cricket terminaban siendo más o menos unos rajados llegado el momento, no se mojaban. Sufrían. Pero se exhibían igual, desafiantes. Pantalones superajustados, gorras de colorines siempre nuevas y un maravilloso abanico de corbatas imprevisibles. Su club era el Malabar Rangers. Venían a hacer apuestas para el día siguiente en el Barbary Cross Bar. Tampoco le hacían caso a nuestro Rodriguez, que ofrecía 12 a 1 contra cualquiera.

Los jugadores, cuando se reunían, se liaban con el banjo sin descanso, sentados en círculo, se acompañaban, raro era que no hubiese alguno rasgueando por lo bajo todo velado por los cigarrillos; solo hablaban de jugadas de cricket [eternas], pero el banjo mantenía el encanto de lo profundo, la poesía, rodeaba al equipo como un vagón, por todas partes, en el bar, en el campo, en todas partes, siempre. Los Malabar Rangers eran unos listillos en el fondo, en la existencia. No era moco de pavo aquello de defenderse solo con una bolita y un cacho de madera y además ser aplaudidos, alimentados y admirados por diez mil personas como mínimo cada sábado… como para no tenerles celos. Se beneficiaban a las chavalas como querían, pero no dejaban de padecer las consecuencias de la guerra. Pronto les tocaría alistarse, corpulentos y musculosos como eran. Sus días de gloria estaban contados y la trinchera abierta para ellos, como para todos. Nosotros los observábamos, nos preguntábamos quién de ellos, de nosotros, resistiría más tiempo contra la nueva moda. Sus pantalones superajustados cada semana se antojaban más anticuados. Al final, hasta les daba vergüenza aceptar apuestas.

Cantaloup era más tenaz, se ligó a Gracie la Escocesa, la que preparaba los sándwiches justo en el momento en que iba a emparejarse con un Horse Guard. Le llevó al menos un año convencerla. Ella quería pegarle la patada al Horse Guard, pero para irse al Perú. Cantaloup le prometió el Perú. Dicho y hecho.

La otra, Charlotte, la de la cerveza negra de barril, ya tenía dos hijos colocados en las afueras del sur, en Wimbledon. Le daba miedo ir tan lejos. Al final, después de mucho reflexionar, acabó teniendo dos chiquillas más antes de marcharse. Eso es lo que la obligó. No le fue mal en Bogotá, Colombia, y acabó muriendo en México, donde la sedujo un empleado de correos.

A Cantaloup lo que le ponía de levantar inglesas era la dificultad. Porque generalmente abundaban los lotes de Bretaña y Argelia bien dóciles que prácticamente no causaban problemas y reventaban sin molestar. Con el alcohol, primero atontaban a las sentimentales. De vez en cuando, por supuesto, tenía que darle un tortazo a alguna que se resistía, pero yo solo me enteraba por boca de otros. Él nunca lo comentaba.

Nos tirábamos sentados de cachondeo lo menos una hora larga allí en el Burbury Cross. No puedo decir que disfrutase mucho de su fantasía, pero tenía que reírme igualmente por darles el gusto. Ellos disfrutaban de lo lindo. Rodriguez intentaba provocar discusiones sobre carreras con uno o dos gentlemen, en partidas de dados, en partidas de cartas sospechosas; mientras no lo conociesen, casi siempre ganaba. Y si perdía les enjaretaba algo de moneda falsa.

Eso no convenía. A Cantaloup no le hacía ninguna gracia que nos pasásemos con el dinero falso.

–Prefiero que ganes siempre, Rodriguez, antes de que hagas que nos trinquen en el Burbury con tus artimañas… Menuda manía.

Pero mientras estábamos divirtiéndonos a veces entraba una mendiga con cerillas que fingía equivocarse de lugar. Chocaba contra la puerta del «Reservado» balbuciendo. Y Bijou la recibía con los brazos abiertos. Luego le lanzaba un sobrecito de su propio bolsillo. Esto con tanta sutileza que ni se advertía. La mujer se marchaba deshaciéndose en disculpas. A Cantaloup le molestó que me diese cuenta. Yo fingí que estaba leyendo el folleto del Ejército de Salvación, «¡Dios te busca!», escrito primero en el umbral, con tiza, a todo lo largo de la acera. Por mí, bien. En la puerta también estaban los hijos de los borrachos, que no tenían permitida la entrada. Fantasean con lo que pasa. Se educan con la niebla. Se apiñan a contraluz. Un poli merodea. Duda en silbar a las sombras que rondan gruñendo en el pavimento. No silba. Continúa. La niebla se lleva el ruido, la forma, el tiempo. Mañana también pasará y volverá a ser lo mismo. Pero tenía que volver con los demás para divertirme, reírme donde tocaba. Pero con Bijou al lado me habría dolido. No hablábamos mucho de Angèle. Últimamente me tenía muy abandonado. Le daba vueltas. Salimos. Era noche cerrada. Está claro que Angèle no debe venir a menudo, pero aun así. Todos los chulos nos plantamos juntos en la calle. De noche desconfiamos todavía más. Unos se reparten hacia adelante, otros observan las esquinas donde suelen vigilar los chivatos.

Vagamos sin llamar la atención y volvemos a pasar por Charing Cross. La pequeña Léonie está contenta, se prostituye a su capricho, las cosas como son. Le da su pasta a Léopold. Este entonces le da un patadón en los tobillos. A mala leche, para que aprenda. Ella suelta un gritito. Lo ha hecho a propósito. Sabe que a él le molesta. Veo los tres dientes de oro de Léopold. Repliega el belfo. Estamos en la esquina del callejón que se adentra en la orilla. Si nos callamos, si escuchamos, se oye el Támesis al otro lado del Savoy. El Támesis es hermoso. Es la noche del mundo lo que fluye bajo los puentes. Se levantan como brazos para dejarla pasar. Me tienta a mí, el Támesis, siempre me ha tentado. A la pequeña Léonie también le tentaba. Léopold ya le había roto los tobillos dos veces, y pocas le parecían. Me lo decía a menudo. Llevaba enaguas de tafetán tornasoladas, como mi madre. Léopold se pasaba horas en su cuarto tratándola peor que al estiércol, y eso que ella era bastante graciosa, bonita y educada en apariencia. Salía del convento.

–Hueles peor que una cagalera… Estás más podrida que el fondo de una letrina… Eres más tonta que un orinal… Ojalá te murieses en una escupidera, ¿te enteras?… Te dejaría colgada en la ventana tres días… ¿Estarías contenta?…

A todo eso, ella respondía que estaba muy contenta y luego lloraba. Entonces él la maltrataba un poco más y ella volvía al tajo. La debilidad de Léopold eran las carreras. Lo del sadismo tampoco le importaba, en el fondo. Se lo apostaba todo, hasta tal punto que una vez se volvió de Epsom a pie, y eso que era un gandul. Se pasó ocho días en cama del agotamiento. Entonces fue Léonie quien lo riñó, y con ganas. Así es la vida.

La formación de artillería que os comentaba la adoptábamos para esfumarnos por las grandes arterias, para distinguir mejor los pequeños incidentes, los pequeños acontecimientos que ocurrían entre la multitud. Siempre estaba Fernande la Aspillera, como la llamábamos, la del corsé estilo putón. Era difícil tener más cintura de avispa y un pandero más inmenso.

–Palméalo –nos invitaba a Cascade y a mí–, sin miedo, me lo aprieto tanto al ponérmelo que no noto nada.

Era tal cual un balón de fútbol. Se había reservado otro pasaje abrupto entre [el] Savoy y el río, pero no podía evitar contonearse mientras tanto bajo los arcos. Allí hay dos urinarios subterráneos y una capilla más abajo. Londres es un dechado de rarezas. Incluso un pequeño cementerio con tres generales dentro, un obispo y cuatro mecenas, tiene. Fernande la Aspillera se sentaba en las tumbas si hacía falta. Alguna vez quiso melindre conmigo. Me lo propuso a menudo, subía a propósito a mi cuarto. Desde Brasil tenía el vicio de que la enculasen. A mí eso por entonces me daba respeto. Ella me suplicaba. Me ofrecía cocaína. Entonces, de repente, me daba miedo. Total, que poco a poco, que si sí que si no, acabábamos llegando a la gran Trafalgar Square con Nelson en la punta de su columna. A mí me daba curiosidad Nelson, lo que acabó logrando. Ni uno de aquellos macarras sabía ni papa del tema. La señora Council me contó un día cómo salvó a Inglaterra y el Honor. Lo sabía todo sobre Inglaterra y las Indias, la señora Council. Y yo me pasaba horas haciéndole preguntas. Ella me respondía, más o menos.

…..

Dependiendo de si le dolía el hígado o no. Así que la gran plaza Trafalgar es el centro de Inglaterra, el rey está a la derecha en su castillo de Buckingham, su hijo Jorge tiene casi mi edad, nos llevamos un día de diferencia. Cuando lo veo en su foto, con esos párpados hinchados como los de su padre, pienso que no hace bien en beber, que no va a durar. Y, por otro lado, no tiene otra cosa que hacer que cuidarse.

Trafalgar es tan grande que podríamos perdernos si no conociésemos las salidas. Es enorme. La multitud que llega desde el Strand se queda pasmada ante tanta sombra, los autobuses cortan las olas que vuelven a las luces. Charing Cross ahoga en hollín a sus trenecitos llenos de periódicos ilustrados. Eso sí: no encontrarás una selección más hermosa de ramos de tulipanes frescos que en la puerta de esta vieja desolación con ruedas.

Ahí es donde teníamos que quedarnos un rato a vigilar. Siempre dos o tres mujeronas ocupando la acera para Cascade y Tatave entre el equipaje y la gran tetería que se encuentra a dos pasos de allí, abierta día y noche en Family Corner.

Tatave recibía a menudo sus fardos en Charing Cross, del barco de las cuatro por Boulogne. Había devoluciones. Cantaloup era implacable si no le entregaban el artículo que había encargado. Recuerdo a la chica del muslo que tuvo que devolver pagando de su bolsillo porque estaba amputada solo a partir de la rodilla. Ella venga a lloriquear interrumpiendo todas las salidas en el mismo muelle:

–¡No puedo cortármela entera solo para darte el gusto! –replicaba.

Los otros chulos se reían de su apodo, Cantaloup, que sonaba mal.

–¡No la quiero! Dile a Toto que no me vuelva a dar gato por liebre, ¿me oyes? Lo espero cuando quiera en el Cyrano, ya iré yo en persona a hacerle entender. Y ahora me debe dos mil francos. Dile también que los cutrongos como él son los que acabarán con el negocio… Y tú, vieja pelleja, ya puedes largarte por donde has venido. Y óyeme bien –y entonces le hablaba en voz baja–, como te encuentre dentro de una hora en Londres, no cogerás ese tren sino uno para el que no necesitarás billete… ¿Queda claro?

–Sí, señor Cantaloup.

La unípeda que no lo era lo suficiente recogía de nuevo su escaso equipaje y ponía rumbo a Carrefour Barbès, de donde Toto Belle Lune la había sacado por quinientos francos. Una historia trágica, en cierto sentido.

–Toto Belle Lune es un bujarra –concluía Cantaloup–, los tipejos como él van a arruinar la profesión. Le pido una chavala solo con un muslo, hasta le telefoneo, le escribo que es para un local de aquí que cobra diez libras o más, no porque yo sea quisquilloso. Todo bien formal. ¿Ves cómo me lo agradece? Pago la comisión por adelantado. ¿Y qué me envía? ¡Una acróbata, amigos míos!…, una acróbata que ni siquiera lleva muletas y camina como tú y como yo. Solo hay que levantarle la falda para verlo. ¡Qué vergüenza! Le pedí «dos muletas», se lo escribí: ¡pierdo mis dos mil y el cliente, se descojona!… Toto, antes de la guerra, por una broma así, no volvía a levantar cabeza… Pero ahora los proveedores intentan sacar tajada, abusan porque nos cuesta movernos, se toman libertades, ya no hay confianza. Y sin confianza, acuérdate de lo que te digo, no hay negocio posible. Lo verás si llegas a viejo.

Eso era para que comprendiese que con Angèle también las pasaría canutas.

Rodriguez tenía sus motivitos para deambular por los alrededores de Charing Cross. Se emocionaba frente a las oficinas de información.

–Si me dejasen a mí, ya te digo, el sábado les hago unos billetes que no se coscarían de nada. En diez minutos te recojo veinte libras y soy yo el que se larga mar adentro.

A las diez en punto atravesábamos todo Trafalgar bastante oscuro hasta la National Gallery, sin prisas. Es un museo de grandes cuadros. Por la noche es el rincón de los charlatanes. De los que tienen opiniones para dar a conocer directamente al pueblo. Suben al pequeño estrado que traen, puesto boca abajo. Pero nuestro favorito era Stephan Borokrom, un amigo. No nos importaba mucho lo que decía. Solo lo esperábamos. Íbamos para acompañarlo un rato hacia su casa. Vivía lejos, en la otra punta de Londres, tan lejos que caminando no llegaba hasta la mañana, cerca de Greenwich, el observatorio. Al borde del agua. Una gran cúpula, el corazón del cielo, todos los relojes del mundo andan por él.

Borokrom era un viejo refugiado del zar ya por esa época. Primero tenía que coger el autobús 104. Prefería pasear como siempre había hecho. Le llevaba dos o tres horas venirse a contar lo que pensaba dos veces por semana a Trafalgar. El 104 pasa primero por la City, tan densa en instalaciones que no es más que una piedra pómez de agujeros y casas. Entras por un agujero y sales por otros dos bancos más allá. Nos colamos por un pasillito y ahí está el Palacio de la Justicia. Cierras los ojos, son las Compañías de Seguros Reales; agachas la testa y te das de bruces con el Banco de Inglaterra y el lord-maire ahí delante, dándote candela con su cadena de oro por debajo de los cojones. ¡Ding! ¡Dong! ¡Ding! de nuevo. Es la campana de los bomberos, que pasa. Se lanzan barrio a través desde la noche de abril de 1772 en que todo ardió. No pueden detenerse. La carroza del lord-maire sigue ardiendo como una pira. Para llegar a casa, Stephan atravesaba todo esto en autobús y luego le quedaba un largo trayecto por un arrabal.

Los pequeños comercios judíos están apiñados al borde de Mile End Road. Nunca se acaba. En todos los muebles en liquidación carteles tan altos que los aparadores ni se ven detrás de la retahíla de ofertas. Una taberna tan discreta que en ella solo se bebe té con leche por un penique y medio. Un saloncito miserable y pegajoso donde terminan dos institutrices abandonadas que en su día hablaban cuatro idiomas con fluidez. Ahora ya solo se saben los números de todos los tranvías que pasan. Se reúnen alrededor de las cinco de la tarde con el pequeño comerciante que apenas prospera con sus edredones y que se interesaría más por los autobuses. Esperan el momento de verse cada día en la taberna y, sin embargo, no se dirigen la palabra. Sus educaciones fueron demasiado distintas. El viejo arruinado tiene una forma insoportable de sorberse los mocos al beber. Stephan tampoco era muy presentable e iba tremendamente sucio. Cuando limpiaba la casa se notaba porque su traje andaba aún más puerco de lo habitual. Solo tenía uno, pero era tan amplio como un abrigo. En su casa, era difícil moverse [palabra ilegible] por culpa del piano y la biblioteca. En cualquier caso, estaba contento de haber encontrado aquella combinación encima de una casa de empeños. Por la noche dejaban abierta la puerta del breve tramo de escaleras, y como era escrupulosamente honesto en la práctica, al final era él quien cuidaba la tienda del prestamista. Así que no pagaba alquiler.

–¿Has visto al viejo de abajo, Ferdinand? Es Orbitane, antiguo terror de Albania, más de veintidós complots pesan sobre su conciencia. Serví bajo sus órdenes. Defendió la montaña durante veintidós años con doce komitacis, ninguno de los cuales tardó más de diez minutos en morir. Ahora presta aquí despertadores y máquinas de coser. Conozco a pocos hombres a quienes desprecie tanto como a él, y lo sabe. Todo el puerto de Londres lleno de mierda no me bastaría para ahogarlo. Nunca me habla del pasado, yo nunca le hablo del presente. Se la tengo jurada desde 1899. Mi único y postrer placer es mostrarle cada mañana que abre su repugnante tienda que no falta ni un imperdible en su asqueroso inventario. Me lo conozco como si lo hubiera parido. Estoy al corriente hasta de la última lechera con que extorsiona a las madres solteras más borrachas. Lo sé todo, no pierdo detalle. Enciendo mi vela a propósito a primera hora de la mañana cuando vuelvo, por gusto, para contar sus más recientes expolios a la miseria extrema. Él lo sabe. No puede prescindir de mí. Me espera. Tiene miedo de que no vuelva. Tiembla. No dice nada. Espera para estar bien seguro de que he visto todo, comprendido todo, que no me ha ocultado nada. Entonces se va a dormir a su apartamento no muy lejos de aquí, junto al túnel que pasa bajo el río. Y yo subo a montar guardia y a dormir en mi estudio con un ojo abierto, como se dice ahora.

Habían tenido la oportunidad de expulsar a Borokrom Stephan muchas veces, desde Saint Louis en los Estados Unidos hasta el Canal de Suez y desde los confines de Eritrea hasta La Garenne-Bezons. Lépine lo había conocido en persona, es decir, lo había seguido muy de cerca durante años y luego la cosa no prosperó por culpa de una carta anónima. En Petrogrado fue más feliz.

–Ferdinand, te aseguro que el gran duque Dmitri era espléndido. Estaba ansioso por volver a verlo apenas salió de las minas, te lo puedes imaginar…, salía precisamente de su Palacio de Invierno, todo estaba preparado, un hombre espléndido, ¡y qué voz!… Desde lo alto de la escalinata, llamando a su esposa, imagínatelo. Ella iba delante, casi cruzando la avenida Nevski. ¡Qué voz, Ferdinand! «¡Nathalie!», y la vuelve a llamar, «¡Nathalie!»… Ella se gira… una mujer espléndida… ¡No la llamó una tercera vez, Ferdinand! ¡No, nunca más! No volvió a llamarla, a la verde carroña. La bomba estalla en medio de una humareda cegadora. La avenida queda inmediatamente cubierta por una nube que la envuelve. Y yo desaparezco como el mismísimo Dios. A propósito de bombas, la de Dmitri fue una de las primeras que nos llegaron, todas fabricadas a salto de mata, desde Alemania hacia 1848. O sea, Ferdinand, esas bombas funcionaban con un detonador, un avance inmenso; antes, imagínate, tenías que cebarlas tú mismo y en el sitio. Algunas de esas lancé yo, modelos antiguos, tres en total. Recuerdo que, en Kiev, unos judíos apiñados en grupo me miraban. Lo pillaron al vuelo. A los judiítos el pavor los tenía soldados a la acera, además eran tan serviles que querían ayudarme sí o sí a arrancar la espoleta. El vicegobernador pasa en su carruaje en ese preciso momento, y nosotros frotando cerillas. Al final tiré la bomba a una alcantarilla para no herir a nadie.

Borokrom conocía muchas historias de la cárcel, había cumplido siete años en total. Llegó a Londres cuando la guerra, y estaba relativamente pancho.

–Mira, Ferdinand, me uní a muchos partidos, todos revolucionarios, ¡y me pudrí en la cárcel todas las veces!, aquí y allá, por este, por aquel… Las cárceles siempre aguantan en pie, los partidos han desaparecido, ¿por qué seguir afiliándose a ninguno? Un cansancio que me ahorro. Esto puedo hacerlo solo. Ya no necesito a nadie. Lo sé. No soy un traidor, Ferdinand, no, continúo, pero solo.

Íbamos a verlo en la sombra de Trafalgar Square donde seguía con lo suyo. Como era pesado y poderoso, su caja oratoria crujía sin parar en los momentos de animación. Arengaba. Tenía su público. Gente sin prisa. Ahorrativos. Una noche se desgañitaba contra la guerra y al día siguiente despotricaba contra los productos farmacéuticos, un inmenso fraude permanente, según él. La emprendía con los vigorizantes y demostraba a los oyentes, frasco, píldora o fórmula en mano, que una píldora no valía ni una vigésima parte de la panoja; luego la tomaba de nuevo con la guerra y todos los presentes se partían de risa. Después insultaba a la policía, según él corrupta en todas las capas y dimensiones, con detalles predecibles. El policía del refugio cruzaba expresamente para reírse con el resto. Una vez que había protestado bastante, nos encontrábamos todos en el bar de al lado, el Trois Pigeons et Victory.

Aquello era un no parar de rondas. Borokrom jamás pagaba. No tenía con qué. Gentileza de nuestra parte. A mí, sobre todo, me caía bien. Él se interesaba por mí y era amable. El resto no tenía muchos amigos. Se interesaban por casi todos los demás excepto por el infinito. Se habrían dejado encalomar por vanidad, y sobre todo para las carreras. Beber era para ellos el comienzo de la existencia, ni siquiera contaba, como la respiración. Borokrom, además, estaba bien informado sobre los movimientos políticos. Me instruyó sobre la existencia de las clases sociales, yo ni siquiera me había dado cuenta.

–Fue un judío el que descubrió la cosa, Ferdinand, vivía cerca de aquí. Lo explicó todo.

Creo que, en el fondo, a él no le gustaban los judíos ni el Marx en cuestión, hasta se subía a la caja de jabón para reprender a los socialistas. Había cumplido dieciocho meses por ellos.

Al escuchar eso, algunos de los oyentes lo llamaban cabezón.

–¿Ves, Ferdinand?, ya no hay nada que hacer con los hombres, ya no tienen humildad… Te voy a decir lo que les gusta de Marx: que es el gigante del orgullo, una especie de Victor Hugo, pero en judío, un romántico que delira con números y detalles. ¡Qué triste!

Había envidia. Lo que es vivir, en definitiva, Stephan vivía de la caridad. A veces el Ejército de Salvación; otro día el Socorro del Pensamiento Libertario, en la esquina de la calle Vilshire; o los chulos, a quienes prestaba pequeños servicios de correspondencia de los que no se sentía orgulloso. Se conformaba con muy poco. En el fondo, además de la justicia, lo que realmente le gustaba eran las mujeres, y Cantaloup lo dejaba follar gratis de vez en cuando con alguna nueva, incluso le cedía a su Ursule los días de bronca.

–Prefiero que me hagas follar con un chino en los muelles antes que comerme esta mierda; por lo menos esos no hablan; me gustaría que lo escucharas decir gilipolleces mientras chinga… Luego me paso ocho días enferma.

–Por eso hago que te lo trabajes; y si me vuelves a faltar, te lo comerás todos los días, que te quede claro.

En el fondo, creo que para ellos Stephan era solo una oportunidad asquerosa para excitarse, no lo hacían con mala intención.

Los fuertes de Borokrom eran el piano y la documentación. En su guarida encima del prestamista, en Greenwich Commons, tenía un Pleyel vertical y [una] auténtica biblioteca [horizontal] bajo su cama, a modo de somier, solo con archivos, que rara vez consultaba. Los iba recopilando y su cama se elevaba al mismo ritmo. Se abastecía en librerías privadas y particulares. Nunca robaba más de lo que necesitaba. «Es raro que valga la pena robar más de veinte páginas en un libro.» Arrancaba con una destreza y una discreción que personalmente jamás logré igualar. En la pequeña tetería À Newton donde desayunaba cuando podía, sostenía conversaciones muy variadas con las ancianas que se pasaban tres horas ante un terrón de azúcar. Nunca le preguntaban qué hacía con el resto de su tiempo. De vez en cuando asistía a los diversos encuentros de la Insurrección que se celebraban en los cuatro rincones de la ciudad. Se pasaba tres días fuera, dormía en la calle. Orbitane se preocupaba. Los refugiados de todas las persecuciones, en un secreto compartido por dos mil personas, se reunían para discutir a todo volumen. Los medios para instaurar la justicia social eran demasiado excitantes y diversos como para no provocar mil vocaciones infinitamente exclusivas. El Paraíso no es más que un retortijón furioso. El orador más agorero, el desgañitado máximo, terminaba agarrando por la fuerza el secreto de la Felicidad. Entonces los demás se marchaban derrotados y deambulaban, ya repuestos de su amargura, la cabeza gacha bajo el hollín húmedo, llamándolo terco de un escaparate a otro.

Borokrom sabía todo eso. Tenía en su casa la lista oficial y completa de los traidores cuidadosamente actualizada desde 1869. Ya no creía ni siquiera en aquellos que morían por la causa.

–Si tú supieras, Ferdinand, cuántos mártires me inspiran inquietud y dudas. En una revolución, el celo de los provocadores es más útil que la generosidad de los militantes; los provocadores saben lo que hacen, los militantes, no. En el instante de confusión en que el poder divaga sobre los mitos es la policía la que ya prepara el nuevo garrote y, por consiguiente, el nuevo orden. El ideal nunca llega tarde. Pronto me habré ablandado y es posible, Ferdinand, que babee en mi final el agua bendita revolucionaria igual que un viejo rabino promete Palestina. Llegado ese momento, si aún me ves, Ferdinand, por favor: escúpeme en la boca, devuélveme el silencio y la discreción. Dedícame todas las lindezas que yo he dedicado a los demás, me las merezco todas y multiplicadas por veinte. Que muera en medio de una humildad tan profunda que después de mi partida, sin embargo, les falte algo a los hombres. ¿Me entiendes? Mientras tanto, ya ves, todavía milito a mi manera, para mí solo. Me indigno con una facilidad enorme. Es la poesía, Ferdinand, la juventud, solo poesía. Habría deseado ser lo bastante sabio como para entregarme en cuerpo y alma a empresas irreales. La realidad me ha hecho mucho daño, Ferdinand, todo el daño posible. Ya verás, también a ti te matará antes de tu hora. La juventud se extravía de manera innoble. El sueño le da vergüenza. Me he extraviado como los demás. Ahora, embrutecido por las realidades, ladro como los demás solo para hacer ruido, para tener menos miedo, sencillamente. Tengo miedo, Ferdinand, un miedo abominable a estar solo. En el fondo, no tenemos nada que decirnos, nada humano; todos estamos horriblemente angustiados de estar aquí, y punto. Subo a los escenarios, con los demás, a eructar mi nada. Salivo y me congestiono al borde de la política como Rodriguez al borde de las carreras. Berreo por el vencedor, pero no creo en él, y él tampoco se lo cree. Toda opinión no es más que un esguince un poco doloroso que nos hace gritar al forzarlo. Solo los santos son felices cuando se aplastan los muñones con una sonrisa en el momento y el lugar menos pensado, incluido el cielo. Pero los santos no saben lo que nosotros sabemos. Los lúcidos se ven obligados a coger vacaciones. Uno descansa de ser libertario, reaccionario o mormón, no siempre traiciona por interés. Me arrastro, Ferdinand, en la vociferación como un viejo ebanista en su absenta. A menudo logro quedarme sin indignación. Entonces, la policía del reino se preocupa. Creí durante mucho tiempo que la policía del Reino me temía un poco. Para nada. Viene a escucharme cada vez que me agoto reformando el mundo, los hombres y las cosas. Toma notas, Ferdinand, y las notas van a los expedientes y los expedientes proporcionan ascensos. Explotan mis furores, las han convertido en tarjetas postales, soy el «agitador número tres»; me venden por dos peniques en Arrow and Trumble, en la esquina de Berkeley Square, ya te lo enseñaré. Ya ves que capto todos los tonos de la música.

Con Borokrom nunca nos aburríamos ni un minuto. Sabía tocar el acordeón y el piano bastante bien. En su cuchitril, en el Pleyel, se entregaba a ello durante horas en lo alto de la tienda de empeños… Abajo, Orbitane, rebuscando entre sus restos como atento a otra cosa, no se perdía ni un bemol. A Orbitane lo tenía infinitamente apasionado la música. Se habría dejado matar por ella. Era hasta divertido observarlo defendiéndose contra su hechizo y luego ceder a diario. Borokrom sabía todo eso en su buhardilla. Borokrom era una serpiente engordada a base de ideales. Atacaba con un pequeño motivo discreto y desolado, vacilaba en el infinito, llegaba hasta el corazón en trinos agudos y tambaleantes como un antepuerto sin barco. Y luego extendía otros encantos en melodías absurdas, mutiladas desde el principio, que caían dolorosas y pimpantes hasta el pie de las escaleras. Si quería llegarle al tuétano a Orbitane le cantaba bastante desafinado, pero en sordina, como la muerte cuando se acerca, la antigua canción de los estadounidenses «I Am Coming». Luego, timbrazo en la puerta y Orbitane se iba hasta el Támesis a dar un paseo. Ya no podía más y nunca se quejaba.

* * *

LONDRES de Louis-Ferdinand Céline
Traducción de Rubén Martín Giráldez
Cortesía Anagrama

1 comentario

  1. […] aparecida en este mes de marzo —cuyas primeras páginas se pueden leer aquí— explora el exilio y la marginalidad, exhibiendo toda la visceralidad y el desgarro de la […]

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